Etapas de dos días sin encontrar donde reposar combustible no eran inusuales. No dejaba de sorprendernos que en las paradas técnicas que hacíamos, necesarias u obligatorias, solía aparecer alguna que otra persona con ánimos de conversar y fumarse su pipa de hash en compañía de unos extranjeros y siempre nos preguntamos –si estábamos en medio de la nada, de donde salían-. O tropezar, si tropezar porque estaba completamente aislada de todo, con una minúscula construcción hecha de resecos troncos, paja, unas telas, pieles, sacos, una raída alfombra en el suelo, unos trozos de metal como paravientos para poder encender el fuego y algunos que otros enseres más, donde su propietario nos ofreció un sabroso y reconfortante té endulzado con azúcar que escanciaba, al más puro estilo árabe, desde lo alto con gran maestría y precisión en los únicos cuatro vasos que tenía. Su hospitalidad fue tan o más reconfortante que su té y al despedirnos le ofrecí unas monedas que él rechazó ofendido y ante mi insistencia en “regalarle” algo, que no “pagarle”, finalmente me dijo… “si tienes una caja de cerillas, me iría muy bien”, definitivamente una gran lección de las muchas que aprendí en es viaje.